En el lejano oriente, bajo un ardiente sol del desierto, un viejo recolector de dátiles divisó en el horizonte lleno de arena a alguien que cansado se movía, corrió hacia él para ayudarlo y encontró un caballo sediento que apenas podía moverse.
Luego de ayudarlo y calmar su sed, curó sus heridas hasta que en poco tiempo sanaron y aquel caballo, se salvó. Pasó mucho tiempo, se puso muy fuerte y empezó a correr alrededor de la ciudad llena de palmeras y dulces dátiles.
El abuelo quien muchos años tenía, se sentía triste por Rayo, nombre que le puso a su caballo, él pensaba que cada día se hacía más viejo y se preguntaba con quién se quedaría Rayo cuando él dejara este mundo.
Un día cuando el brioso caballo pasaba corriendo frente al palacio real, el joven príncipe del palacio se sorprendió por el brillo de su pelaje y no pudo dejar de perseguirlo con la mirada, corrió y corrió tratando de alcanzarlo pero nunca lo logró.
Era domingo y el príncipe pasaba por la plaza de la ciudad, llegó al mercado donde se vendían muchas cosas: alfombras voladoras, lámparas con genios que cumplían deseos y dátiles que saciaban la sed de un elefante. Dentro de toda la gente divisó al abuelo que caminaba con un caballo blanco como el marfil a quien reconoció de inmediato.
Se acercó y le rogó al abuelo que se lo pudiera vender. Él sentía que debía dejar marchar a Rayo porque se encontraba mal y no sabía quién lo cuidaría.
-Llévalo, es tuyo- dijo el abuelo al joven príncipe
-Cuídalo con mucho cariño y nunca lo dejes solo-
Agradecido el príncipe sultán partió con Rayo al palacio real, Rayo caminaba con la cabeza agachada muy triste por dejar a su antiguo amo.
Ya en la caballería real, Rayo comprendió que estaba en un lugar diferente, tenía buena comida y todos los días era ensillado con una brillante montura digna del principado del reino.
A pesar de todo lo que le pasaba, Rayo no olvidaba a su amo. Pasó mucho tiempo y un día llegó el príncipe al establo, tan triste que él mismo le colocó la montura más modesta que había y montando a Rayo partieron a la ciudad.
A oídos del príncipe había llegado la noticia que el antiguo amo de Rayo había caído enfermo, un poco emocionado Rayo porque reconocía el lugar, llegaron a su casa y entraron encontrando a un montón de gente alrededor. Rayo cayó en cuenta que su amo se sentía mal, logró verlo y escuchar palabras que no entendía, pero podía notar que le daba ánimos cuando sonreía mirando a sus ojos. Rayo comprendió que su amo era feliz de que estuviera bien cuidado por el príncipe sultán y también se alegró. Se despidió con un gran relincho frente a la casa, sabía que no volvería a ver a su antiguo amo pero supo también que siempre deseó lo mejor para él, por eso partía agradecido y muy altivo.
Desde ese día Rayo y el príncipe fueron amigos inseparables. Cuentan que una vez el príncipe surcó el desierto y en medio de ello encontró un gran oasis lleno de dátiles y agua cristalina; cada año vuelve cabalgando a gran velocidad con Rayo, el majestuoso caballo.
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